CRÓNICAS DE LUZ Y DE SOMBRAS / LUCIANO ÁLVAREZ
La semana pasada un amable lector - seudónimo Boris1-agregó el siguiente
comentario bajo mi artículo sobre la difusión de la papa en Europa:
"Hablando, hace unos años con una pareja de Bielorrusos mayores, los
comentarios nos llevaron a las comidas de nuestros respectivos países.
Después de hablar sobre la carne, milanesas ravioles etc. fue mi turno
de preguntar. Se miraron […] y luego dijeron "papas", de todas las
formas y clases. Quise ahondar dado que como se explica en el artículo
no llegaron hasta 1700 a popularizarse. Pregunté ¿y antes? Se volvieron a
mirar y dijeron no tener idea."
Las grandes hambrunas han sido cíclicas a lo largo de la historia
humana, civilizaciones enteras fueron destruidas por su causa. De modo
que el uso intensivo de la papa en Europa, a partir del siglo XVIII,
pasado un siglo y medio desde su introducción, contribuyó de manera
decisiva a mejorar la dieta de las poblaciones y a disminuir las
hambrunas.
Así, por ejemplo, su introducción obligatoria en Galicia, a través de
los monasterios, logró paliar una gran hambruna producida entre 1730 y
1735 cuando un hongo atacó a los castaños, cuyo fruto era básico en la
alimentación popular. Entre los comedores de papas pareciera que nadie
igualó a los irlandeses. Un refrán decía: "Mientras comas la primera,
pela la segunda, no sueltes la tercera y no pierdas de vista la cuarta".
Se afirma -quizás exageradamente-- que consumían un promedio de 3 kilos
diarios.
Este altísimo consumo no significa que los irlandeses desecharan otros
alimentos sino que era el único a disposición de los pobres. Tal
dependencia alimentaria se convirtió en una catástrofe cuando los
cultivos fueron atacados por un hongo: el Phytophthora infestans, en
1845. A principios del siglo XIX, Irlanda, sometida al dominio inglés,
era un país superpoblado que en pocos años había duplicado su población,
una tierra donde los minifundistas arrendatarios convivían con los
latifundios ingleses, estos sí productores de trigo para la exportación.
La de 1845 no fue la primera hambruna. Un siglo antes, la sucesión de
varios inviernos extremadamente fríos y veranos de sequía habían
diezmado la cosecha de papas, de granos y los rebaños de vacas y ovejas.
Si bien la documentación es escasa los cálculos más serios estiman que
el 38% de la población irlandesa murió durante aquella crisis. Cuando
estalló la gran hambruna de 1845, en las humildes viviendas de Irlanda
todavía se recordaban las historias de "el año de la masacre" (1741).
Si bien quizás no fuera previsible la aparición del Phytophthora
infestans, lo crítico de la situación irlandesa era un hecho evidente y
bien conocido.
La historiadora Christine Kinealy registró que entre 1801 y 1845, hubo
114 comisiones y 61 comités especiales estudiando acerca de la situación
de Irlanda y "sin excepción sus hallazgos todas profetizaron el
desastre: Irlanda estaba al borde de la hambruna, su población en rápido
crecimiento, las tres cuartas partes de sus trabajadores sin empleo,
condiciones de vivienda atroces y el niveles de vida increíblemente
bajos".
Benjamin Disraeli lo sintetizó en 1844, "una población hambrienta, una
aristocracia ausente, una Iglesia extranjera y, además, el ejecutivo
más débil en el mundo." Al año siguiente el Phytophthora infestans
llovió sobre mojado y desencadenó el catastrófico diluvio.
La papa prácticamente desaparecía pero los trigales de los
terratenientes ingleses rebozaban. No hay registros de que ninguno
abriera sus despensas a los hambrientos irlandeses. Peor aun, grandes
cantidades de trigo continuaron exportándose a Inglaterra durante todo
el período de la hambruna. Como si tal cosa no fuera suficiente para
alimentar el rencor de los irlandeses, los grandes propietarios
británicos no dejaron de exigir los imposibles pagos de arriendo; cerca
800.000 personas fueron expulsadas de sus tierras.
No se sabe que la corona inglesa tomara medidas para con sus súbditos
muertos de hambre, salvo una insignificante donación de la reina
Victoria. Mientras líderes irlandeses como Daniel O`Connell suplicaban
en la cámara de los comunes, la actitud del gobierno de Londres fue, en
un principio prescindente, luego tibiamente paliativa. Recién en 1847
cuando al hambre se sumaron epidemias de fiebres tifoideas, cólera y
disentería, que se cobraron más vidas que la propia hambruna, el
gobierno tomaría algunas medidas
Mientras tanto, se organizaron algunos comités de ayuda que servían
modestas sopas. Algunas sociedades bíblicas, protestantes, aprovecharon
la ocasión para la prédica religiosa, de modo que, para muchos, la
opción era elegir entre su fe y el hambre. Así surgió una injuria,
ampliamente difundida entre los católicos irlandeses, para designar a
los que cedían: "Soupers", los que "tomaron la sopa".
La cifra de muertos entre 1845 y 1851 se estima entre dos millones y dos
millones y medio. Otros tantos emigraron a EE.UU., Canadá y Australia,
principalmente. Los emigrantes cruzaban el mar en barcos atestados como
vagones de ganados, hacinados en las bodegas, en paupérrimas condiciones
de higiene; rara vez subían a cubierta. Pero al menos, si sobrevivían
al viaje, no volverían a pasar hambre.
El temor al hambre siguió presente entre los irlandeses durante décadas y
apenas se acallaban sus recuerdos cuando, en 1879, se produjo una nueva
crisis. Los efectos fueron menores, por eso se la llamó la
"mini-hambre" o un Beag Gorta. Sin embargo en un primer momento al
menos, causó un pánico generalizado entre los irlandeses, muchos de los
cuales habían vivido cuando niños la An Gorta Mó, la Gran Hambruna. Esta
vez no hubo muertes en masa debido a las mejoras en la tecnología
alimentaria, una mejor organización de la tierra, una rápida y más
adecuada respuesta del gobierno británico y la ayuda que ahora enviaban
desde el extranjero aquellos cuyos padres habían sido expulsados hacia
la emigración por la gran hambruna de 1845.
De todos modos se intensificó el fenómeno emigratorio. Se calcula que
cuatro millones de irlandeses, emigraron en menos de un siglo.
El País Digital